Todavía antes del altar y del Arca, de Salomón y Hesíodo, y de los ojos dorados de Atenea que no vieron en el horizonte aquella cruz y aquel final. Antes de las Pirámides que quiebran infames el suave perfil de los desiertos y guardan la noche del escorpión, de las inconcebibles marcas en aquella tablilla de barro, de la primera semilla que una mano dejó caer en el útero de la tierra
fértil. Cuando la carne y la sangre únicamente, cuando el hombre desnudo convocó a los dioses y les dio la forma de su hambre y de la agonía de su cuerpo. Entonces la pequeña hembra Oona que deseaba en secreto el fruto rojo de la carne fresca, entonces los ojos furtivos del joven macho Logh que secretamente medían sus pasos. Y la mañana en aquel claro del bosque, junto al arroyo que bordeaba la colina y alcanzaba la rivera. La mañana en la que ella comió la carne del hombre, y Logh supo que él no podría detenerla, que solo lo haría una fuerza sin nombre que en el corazón de la espesura llamó dios.